De golpe se le despertaron recuerdos y hechos que no había vivido (recuerdos quizá heredados de sus padres y abuelos) o que habían vivido y después olvidado. Esas bruscas, extrañas, maravillosa iluminaciones de la memoria la colmaron de azoramiento y terror. No podía dar un paso. Debió tenderse en la tierra y cerrar los ojos. Pero las imágenes seguían desfilando por su cerebro. ¿Estaré volviéndome loca?, pensó.
Recordaba nítidamente una casita pintada de azul, cada una con su jardín y su chimenea, avenidas arboladas, el movimientos de los transeúntes, la animación del tránsito de carruajes, niños que jugaban (¡que jugaban!) en una plaza, los cafés con mesitas en las veredas y, alrededor de cada mesa, los parroquianos alegres que bebían y cantaban.
Luego —un recuerdo arrastraba otro— evocó un fiesta de boda, una fiesta de cumpleaños, veranos a la orilla del mar, bailes populares alrededor de las fogatas, los días en que las personas mayores se reunían para, ¿para qué?, para elegir a los gobernantes (¡Dios mío, los elegían!), la noche en que los más jóvenes se revelaron, una noche en que hubo luchas callejeras y aparecieron los soldados y después vino alguien, alguien que…
Un capataz se le acercó, látigo en mano:
—¿Qué haces ahí, haraganeando como una cigarra?
Al oír esa voz ruda, se le borraron instantáneamente los recuerdos.
Entonces se puso de pie y caminó en fila india junto a las demás hormigas.
Marco Denevi.
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