Más de quince premios internacionales -entre ellos la Palma de Oro en Cannes y el FIPRESCI en San Sebastián- avalan esta película rumana dirigida por Cristian Mungiu (Iasi, 1968), joven autor de otro largo y cuatro cortos, uno incluido en un film colectivo. Tantos galardones, a mí por lo menos, me dan cierta confianza y la película no decepciona.
No nos encontramos ante una trama excesivamente original, los abortos ilegales los hemos visto en decenas de películas, pero sí estamos ante una película muy bien narrada y capaz de sugerir grandes temas con pequeñas pinceladas.
Mungiu elige la funcionalidad absoluta de la puesta en escena, no subraya su trabajo. Utiliza largos travellings en la escena inicial en el colegio mayor para mostrarnos ágilmente la dificultad de la vida estudiantil, en el deambular de la protagonista por las calles en su desorientación o en la terrorífica busqueda de un edificio alto con triturador de basuras, pero también opta por largos planos secuencia en los interiores, como en el hotel con abortista, encerrándonos y oprimiendos el corazón.
Los encuadres no son ampulosos, la cámara se llega a desplazar hacia atrás en algunos momentos con el fin de evitar la intensidad de primeros planos, y el espacio en off tiene más importancia de lo habitual consiguiendo una sensación de desasosiego, como cuando nos muestra sólo las piernas de Gabita tras la intervención. La misma inquietud que nos transmiten pequeños detalles visuales o sonoros como la luz parpadeante en el vestíbulo, el sonido del teléfono o el ruido de un grifo.
Estupendamente interpretada, la película habla sobre la tradición, la familia, el clasismo -la comida familiar da para mucho-, la incomunicación, la burocracia -estupenda secuencia en el hotel inicialmente previsto- y el abuso de poder, todo sin aspavientos, casi en silencio, como la petición de Otilia a Gabita en el restaurante, antes del magnífico fundido a negro final.
Calificación: 7/10.
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