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Presentada y aplaudida en la sección "Un certain régard" del Festival de Cannes, La soledad (2007) es una mirada personal, desapacible y sin concesiones, sobre las relaciones humanas en general y sobre la incomunicación en particular desarrollada a partir de dos historias ligeramente relacionadas, la de Adela y la de Antonia. Adela, separada y con un hijo pequeño, se traslada desde un pueblo de León a Madrid y se va a vivir con Inés, una de las tres hijas de Antonia, propietaria de un pequeño supermercado. Los problemas de sus otras dos hijas, Nieves, que tiene que operarse de cáncer, y Helena, que quiere comprarse un apartamento con el dinero de la venta del piso de su madre, enlazan con un suceso inesperado.
El guión, escrito por Jaime Rosales y Enric Rufas, se apoya en tiempos muertos llenos de tareas rutinarias, tensos silencios y diálogos directos, cotidianos, mil veces escuchados y de fácil reconocimiento en el entorno de cada espectador, y retrata un abanico de relaciones familiares, laborales y amistosas en las que la soledad entre individuos impera anclada en la incomunicación y el egoísmo y la soledad existencial aparece como verdad insoslayable. No hay recovecos ni vueltas de tuerca con el fin de conseguir la mayor aprehensión de la realidad. El límite entre de ficción y cine documental se difumina hasta casi desvanecerse.
¿Y la puesta en escena? ¿Rosales se acopla a la dramaturgia clásica o se entretiene mareando con la cámara? Nada de eso, prefiere beber de diversas fuentes para unir fondo y forma como los grandes cineastas. Admirador de Bresson, como él mismo confiesa, y seguramente también de Ozu, se decanta por la esencia, manteniendo la cámara completamente quieta en todos los planos de la película y, en muchas escenas, a una púdica distancia de los actores en general sólos en cada plano, separados de cualquier otro personaje; ni deformaciones ni más música que los sonidos que creamos y oímos en nuestro quehacer diario contaminan la película que se acerca así al realismo más puro. Mención aparte merece la variante del recurso expresivo inventado por Abel Gance en Napoleón (1927) bajo el nombre de polyvision. Si el director francés lo utilizó en el clímax de su película para conseguir mayor espectacularidad al presentar tres acciones simultáneas en tres pantallas, Rosales lo reduce, en un 30% aproximadamente del metraje, a dos puntos de vista simultáneos de la misma acción, dividiendo la pantalla en dos partes iguales para reflejar, en los casos de conversaciones plano-contraplano la distinta vivencia que tiene cada personaje de la misma realidad y en otros, como en el caso de la secuencia inicial, simplemente dos observaciones distintas del mismo acto.
No puedo acabar el comentario a esta importante película sin destacar la interpretación de todo el elenco femenino y los dos planos finales del cielo sobre la ciudad, de la vida sobre todos nosotros.
Calificación: 7/10.